Si hay algo que no abunda en los
hospitales, es la gente joven. Qué extraño cuando esos seres se pasan una vez
al mes por uno de los pasillos del hospital, por supuesto (y qué suerte) no son
ingresos, si no visitas, y no tardan mucho más de una hora en dar media vuelta
y marcharse por donde vinieron. Con esto no quiero decir que la gente joven no
visite a sus familiares, simplemente no abundan.
Debe ser esta la extraña causa
que lleva a todos los pacientes de planta a alegrarse de una manera escandalosa
cuando el primer día te ven aparecer con tu sonrisa de novata, tus dos trencitas,
pijama blanco, acreditación y tensiómetro en mano con un precioso “¡Buenas
tardes, vengo a medirle la tensión!”, como si esto fuese lo más interesante que
te pasase en años. En mi primera ronda de sonrisas, pulsos, tensiones y
termómetros me he llevado de regalo unas cuantas impertinencias del tipo: “Ai
que falta nos facía unha mociña nova por aquí”, “Si quieres quedar algún día
quedamos”, “Yo a ti te dejo el brazo y todo lo que necesites para medirme la
tensión”, “¡Mi novia, es mi novia!”; después de esto relajas la sonrisa y
aprendes del trato amable-distante que tan bien saben utilizar nuestras
enfermeras asignadas.
Con el paso de los días ya vas
conociendo a los personajillos de la planta, a la vez que pierdes la ilusión del primer día por medir las constantes (acabas por descubrir que en realidad es el
trabajo más aburrido del día, y por eso nos mandan a las de prácticas) y,
además, los susodichos acaban por aburrirse de verte y ya ni se dignan a
echarte una sonrisilla.
Bendita inocencia, algún día
también nos reiremos de las nuevas.
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