Mi primera canalización fue un
proceso fatal de principio a fin. Para empezar, Toño, que era ese día mi
enfermero asignado y además nuestro coordinador de prácticas, me informó de que
habría un ingreso con una vía para canalizar, ¿Quieres hacerlo tú?, obviamente
sí, le contesté con la mayor efusividad y miedo posible. Me lo notó. Yo no
quería ir sola bajo ningún concepto, pero insistió en que no vendría conmigo
porque me pondría más nerviosa, así que decidí que me llevaría a mi compañero
de prácticas, Walter, de manera clandestina. A la vuelta del descanso Toño me
informó de que la señora y paciente en cuestión había llegado: “Coge las cosas
necesarias y vete con Carla y Walter a canalizar la vía.”, qué noticia tan
tremendamente buena, ya tenía acompañantes legales.
Nos dirigimos a la habitación tan
decididos como unos auténticos profesionales, pero el miedo entró cuando vimos a
la señora, ¡y a sus venas! (si se las veía…). Tomasa (pongamos por nombre)
tenía unos brazos de un calibre considerable, flácidos y con una ausencia
completa de venas a la vista. Le pusimos el compresor y aplicamos alcohol. Tras
10 minutos intentando buscar algún rastro de vena, nos decantamos por la
radial, que podíamos apenas palpar (ya era algo). Cogí una cánula azul y
pinché, ¡dentro!, el depósito de la cánula se llenó de sangre y la introduje
poco a poco. Una vez colocada la aseguré con dos apósitos e inyecté suero para
comprobar que no había hinchazón y la vena no estaba rota. Aquí llegó el primer
desastre, rota. Tentamos a la suerte y lo intentamos una vez más, pero no
fuimos capaces ni de encontrar la vena. Finalmente, y para dejar de picotear a
la pobre de la señora, llamamos a una enfermera que consiguió canalizar una
pequeña vena de la mano con la cánula del menor calibre posible.
Al día siguiente la señora
apareció con otra vía de mayor calibre, parece ser que en quirófano no les
pareció suficiente.