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martes, 1 de noviembre de 2016

El desastre de la primera vez

Mi primera canalización fue un proceso fatal de principio a fin. Para empezar, Toño, que era ese día mi enfermero asignado y además nuestro coordinador de prácticas, me informó de que habría un ingreso con una vía para canalizar, ¿Quieres hacerlo tú?, obviamente sí, le contesté con la mayor efusividad y miedo posible. Me lo notó. Yo no quería ir sola bajo ningún concepto, pero insistió en que no vendría conmigo porque me pondría más nerviosa, así que decidí que me llevaría a mi compañero de prácticas, Walter, de manera clandestina. A la vuelta del descanso Toño me informó de que la señora y paciente en cuestión había llegado: “Coge las cosas necesarias y vete con Carla y Walter a canalizar la vía.”, qué noticia tan tremendamente buena, ya tenía acompañantes legales.

Nos dirigimos a la habitación tan decididos como unos auténticos profesionales, pero el miedo entró cuando vimos a la señora, ¡y a sus venas! (si se las veía…). Tomasa (pongamos por nombre) tenía unos brazos de un calibre considerable, flácidos y con una ausencia completa de venas a la vista. Le pusimos el compresor y aplicamos alcohol. Tras 10 minutos intentando buscar algún rastro de vena, nos decantamos por la radial, que podíamos apenas palpar (ya era algo). Cogí una cánula azul y pinché, ¡dentro!, el depósito de la cánula se llenó de sangre y la introduje poco a poco. Una vez colocada la aseguré con dos apósitos e inyecté suero para comprobar que no había hinchazón y la vena no estaba rota. Aquí llegó el primer desastre, rota. Tentamos a la suerte y lo intentamos una vez más, pero no fuimos capaces ni de encontrar la vena. Finalmente, y para dejar de picotear a la pobre de la señora, llamamos a una enfermera que consiguió canalizar una pequeña vena de la mano con la cánula del menor calibre posible.

Al día siguiente la señora apareció con otra vía de mayor calibre, parece ser que en quirófano no les pareció suficiente. 

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