Encontrarte con un paciente cabezota es de las peores cosas que te puede pasar.
El otro día ingresó un señor procedente de urgencias al que voy a llamar Ramón, para no desvelar su identidad.
Ramón a simple vista parece un anciano normal y corriente, como cualquier otro de la planta, consciente, orientado y colaborador o COC, como suelen abreviar los enfermeros en las fichas. Y digo parece, porque a los diez minutos de estar en la planta ya empezó a exigir. Que si hace mucho calor, que si se destapa tiene frío, que si el pijama le pica y prefiere un camisón, que a él no le hace falta ni pañal ni sonda ni nada, que él no va a cenar sopa, que quiere un filete, que las pastillas que le dan no son las mismas que las que tomaba en casa... y así toda la tarde.
Lo peor vino en el momento de la medicación de la cena en la que había que pincharle un Clexane (la heparina) y mirarle la glucemia. ¡Madre mía el Cristo que armó el buen hombre! A él no le hacía falta inyección ninguna, éramos unos matasanos y el azúcar lo tenía perfecto de siempre, ya lo sabía él, no necesitaba que se lo dijese ninguna enfermera. Las pastillas ya se las daría su hijo, porque se las había dado él siempre y nunca había pasado nada y la cena se la hacía su nuera que cocinaba muy bien.
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